domingo, 23 de octubre de 2011

Gorilas en la Niebla: Dian Fossey



Ayer estaba tranquilamente sentado en el sofá viendo el telediario de después de comer. Sentíame yo todo un hombre: tranquilo, racional, alimentado con comida elaborada, bebiendo cerveza y tratando de entender qué coño me estaban diciendo. En ese momento apareció él en la pantalla, el político R (siéntase libre de completar el apellido en función de su partido político preferido). Fue el momento más importante de mi vida, el momento del cambio. Algo me captó de la imagen barbuda gesticulante que balbucía cosas que parecían querer ser mensajes. Movimientos que cada vez apreciaba como más cavernícolas. En mi mente comenzó el rico traje encorbatado a transformase en un precioso y tupido pelaje impermeable. Una broma pesada, me pregunté; una manipulación informativa de los medios de comunicación para cambiar nuestra intención de voto, seguí preguntándome. Pero no, ahí estaba un gorila perfecto, balbuciendo cosas ininteligibles y comiendo ortigas dentro de la pantalla. Giré mi cabeza aturdido saliéndome de la absorbente pantalla y… ¡yo ya no era yo! Bueno, era yo solo que más simio. ¿Dónde estaba? ¿Quién era? La tele había desaparecido, mi casa, mi comida, todo se había ido, hasta mi cerveza. Fue en ese momento cuando empecé a preocuparme de verdad. ¿Dónde diablos estaba? ¿Qué había pasado conmigo? ¿Y con R? Emití unos sonidos guturales y avancé por la selva. No quería estar sólo. Necesitaba a los míos. Avancé y avancé hasta que se hizo de noche. Entonces tiré de memoria genética para recordar cómo repámpanos se hacía un nido. La verdad es que muy bien no me quedó y lo de la techumbre para la lluvia aún no lo controlaba. Así que me eché ahí a pasar frío y soportar la lluvia nocturna. A la mañana siguiente abrí un ojo con sobresalto al notar que nada menos que 20 enormes gorilas me observaban entre divertidos y curiosos a pocos metros de distancia. Yo siempre había querido ver gorilas, pero verlos siendo uno de ellos era algo completamente diferente. Esta aterrorizado, esas bestias de espaldas plateadas y 350 kilos y mirada furiosa. Y si me tomaban por un macho invasor, pero si ni siquiera me gustan esas peludas barrigudas. Entonces se acercó un pequeño gorila y se lanzó a mis brazos. De repente todo era distinto, lo comprendía todo. Pablo me abrazaba, Beethoven se reía a carcajadas, hasta Coco estaba ahí, viejita y cariñosa. Se reía, de verdad que se reía, y se reía de mí. “Anda que esto humanos…”.

Entonces todo volvió a la realidad. El barbudo R seguía allí hablando de cosas sin sentido con su traje de lujo, comprado o regalado, con sus balbuceos, con su verborrea adormilante. Parpadeé unas cinco veces, más o menos, y le miré fijo a los ojos. R me devolvió la mirada y se encogió de hombros. Dentro de mí volví a escuchar: “Anda que estos humanos”. Y como dije, ese fue el momento más importante de mi vida. El del cambio. El momento antes de coger un avión y venirme a los Montes Virunga a vivir con los gorilas. Ahora soy un humano feliz, aunque paso un poco de frío por eso del pelaje.


Gracias Fossey por enseñarnos lo gorilas que podemos llegar a ser.

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