domingo, 25 de diciembre de 2011

Paraíso inhabitado: Ana María Matute



Volver la vista atrás, hacia lo que ya se ha vivido. 
Debe ser extraño contemplarte siendo niño cuando ya tienes arrugas en los ojos y en el alma. Un día, mirando fijamente un cuadro descubriste que un unicornio de la pintura medieval salió corriendo y hasta que pasó un buen rato no volvió a su sitio. Hoy, por más y más que miras el cuadro, el unicornio parece seguir ahí, quieto, impasible. Sólo los ojos de un niño pueden verle moverse. Nosotros, creo que como mucho, concentrándonos en no prestar atención al cuadro podemos oír sus pezuñas golpeteando el suelo. Últimamente nos cuesta tanto imaginar. No hablo de mí, por fortuna aún soy capaz de perseguir mis unicornios y subir a la ventana del fin del mundo, digo de la sociedad, de la gente con la que te cruzas. Tan serios parecen todos, tan centrados en lo imposible, en lo negativo, en lo que no puede hacerse. Me recuerdan a los hombres de gris que querían capturar a Casiopea. ¿Habrá algún Bepo capaz de ayudarnos? Quizá seamos cada uno de nosotros ese mismo Bepo.


Es un libro melancólico, pero deja muchos otros aromas entremezclados con el regusto viejo de la barrica. Casi vemos como hemos dejado de ser gnomos y vivimos pataleando a gusto en este insípido mundo de gigantes. Un mundo en el que las aventuras de Zas y Gavrila no tienen sentido, sino castigo. Volar entre veleros en un terrado no es lo mismo que ensuciar un puñado de sabanas recién lavadas. El mundo nos está llevando a ver que todo son sábanas sucias, que no podemos volar, que no podemos surcar los mares en unos patines voladores, pero nosotros tenemos que enseñarle al mundo que sí se puede. La crisis, el dolor, la presión, la desgracia son elementos necesarios de la vida, pero no son lo único. Si olvidamos todas las otras cosas, todo lo que de verdad nos hacer reír, entonces estaremos perdidos, sin posibilidad de volver a escuchar los pasos del unicornio, dejando tan sólo tras nosotros un paraíso inhabitado.

Yo sí quiero tumbarme en una alfombra de cuadros de colores junto a Zas y Teo, ver a la emperatriz de la China y leer cuentos inexistentes con sintonía mental. Escribe Ana María Matute en boca de su personaje niña que tiene la impresión de haber pasado la mitad de su vida esperando. ¿Quién no? Me pregunto yo. Sobre todo cuando no estás de ánimo. Miras adelante buscando aquellas cosas que puedan llegar a parecerse a una aventura: emoción. Pero en la espera pierdes el tiempo, es decir: la vida. Luego, cuando tales aventuras llegan descubres con tristeza que no son para tanto y te pesan las horas perdidas en su anhelo. ¿Dónde queda pues la vida? En la espera, en el paraíso inhabitado que no hemos conseguido traspasar. Así que dejemos de esperar, agarremos la mano de Michel Monamour y vayamos al teatro del mundo a disfrutar y vivir. Disfrutar y vivir que no tiene por qué ser el mismo demonio que hacer muchas cosas. Sino HACERLAS, con todas sus letras. Leer El Rey Cuervo hasta el penúltimo capítulo, y hacerlo una y otra vez, sabiendo lo que eso significa.

Recuperar ese niño o niña que todos llevamos dentro no es tan difícil, no. Porque es sinónimo de emoción. La vida atímica es la que nos mata y nos hace gigantes insoportables. Nos falta un poco de “Ven ven ven, Adrrri” y nos sobra un poco de Saint Maur. ¿Quién no quiere aprender a volar en primavera? ¿Quién no quiere leer cuentos hasta saciarse? ¿Quién no quiere un abrazo eterno y cómplice? o ¿Esconderse a veces tras un guiñol en la cocina?. La verdad, es que creo que en esta época de crisis debemos dejar de quejarnos tanto, sobre todo los que tenemos poco de que hacerlo, y sonreír más. Coger una o dos de esas viejas llaves que abren puertas secretas y comenzar a habitar el paraíso. Puede que Gavrila no vuelva, pero yo sí, y el unicornio también.



domingo, 18 de diciembre de 2011

Primera página: Primavera silenciosa de Rachel Carson


Todos los días nos levantamos y sentimos que el mundo sigue tal y como lo dejamos anoche. Pero no es así: el mundo cambia y nosotros lo cambiamos también. El poder del ser humano para desestabilizar los equilibrios dinámicos de los ecosistemas es espeluznante. La ceguera con la que nos movemos por el mundo , pensando exclusivamente en nosotros o nuestro grupo, es alarmante. Pero afortunadamente la capacidad de reacción que hemos mostrado en los momentos más difíciles de la humanidad es esperanzador. Abajo podemos ver uno de los casos que estuvo a punto de fracturar de forma definitiva los diversos ecosistemas de la Norteamérica rural. El ser humano, al limite, justo antes del precipicio, consiguió cambiar. Lo cambiamos nosotros, los humanos, las personas que lo habíamos creado. Se consiguió que las empresas pararan la producción de TDT, aunque no quisieran, que los políticos gobernaran a las multinacionales, aunque no quisieran, que los lobbys se callaran, aunque no quisieran. Porque cuando nos unimos, nadie no puede callar. Y todo fue fruto de buenas explicaciones, en cuanto la gente comprendió lo que estaba pasando y lo que implicaba decidió cambiar.

El TDT fue una amenaza terrible que estuvo apunto de arrojar la vida básica de muchas regiones de EEUU. Con la intención de matar algunos insectos problemáticos se envenenaron las cosechas, las aguas, las tierras… Ahí empezó a comprender el ser humano que las reacciones vienen encadenadas y que el peligro viene de lo que no podemos ver. Un ejemplo claro es la muerte de las lombrices, insignificantes a primera vista, ignoradas por todas y vitales para la regeneración y oxificación de la tierra. Eso por no hablar de las cadenas tróficas alterados los ciclos de retroalimentación positiva que generan desequilibrios exponenciales en diferentes áreas.

Un libro delicado y sincero, un libro que te abre los ojos y te inserta en la sociedad natural, un libro de cincuenta años atrás que sigue siendo de total actualidad. Porque el único camino que tenemos es entender nuestro lugar en el mundo. Porque tenemos que cambiar y tenemos que hacerlo ya, pues aún estamos a tiempo. Porque no queremos que este mundo se convierta en una primavera silenciosa. Por ello, esta página debe ser leída, y las que vienen detrás.


Había una vez una ciudad en el corazón DE Norteamérica donde toda la existencia parecía vivir en armonía con lo que le rodeaba. La ciudad estaba enclavada en el centro de un tablero de ajedrez de prósperas granjas, con campos de cereales y huertos donde, en primavera, blancas nueves de flores sobresalían por encima de los verdes campos. En otoño, las encinas, los arces y los abedules, ponían el incendio de sus colores que flameaban y titilaban a través de un fondo de pinares. Entonces, los zorros ladraban en las colinas y los ciervos cruzaban silenciosamente los campos, medio ocultos por las nieblas de las mañanas otoñales.
A lo largo de las carreteras, el laurel, el viburno y el alder, los grandes helechos y las flores silvestres deleitaban el ojo del viajero la mayor parte del año. Incluso en invierno, los bordes de los caminos eran lugares de gran belleza, donde incontables pájaros acudían a comerse las moras y las bayas, y en los sembrados, el rastrojo sobresalía de entre la nieve. La comarca era famosa por la abundancia y variedad de sus pájaros y cuando la riada de las aves migratorias se derramaba sobre ella en primavera y en otoño, la gente llegaba desde grandes distancias para contemplarla. Otros iban a pescar en los arroyos que fluía claros y fríos, de las montañas y que ofrecían sombreados remansos en que nadaba la trucha. Así sucedió en remotos días, hace muchos años, cuando los primeros habitantes edificaron sus casas, cavaron sus pozos y construyeron sus graneros.Entonces un extraño agostamiento se extendió por la comarca y todo empezó a cambiar. Algún maleficio se había adueñado del lugar; misteriosas enfermedades destruyeron las aves de corral; los ovinos y las cabras enflaquecieron y murieron. Por todas partes se extendió una sombra de muerte. Los campesinos hablaron de muchos males que aquejaban a sus familias. En la ciudad, los médicos se encontraron más y más confusos por nuevas clases de afecciones que aparecían entre sus pacientes. Hubo muchas muertes repentinas e inexplicables, no sólo entre los adultos, sino incluso entre los niños que, de pronto, eran atacados por el mal mientras jugaban, y morían a las pocas horas.Se produjo una extraña quietud. Los pájaros, por ejemplo… ¿dónde se habían ido? Mucha gente hablaba de ellos, confusa y preocupada. Los corrales estaban vacíos. Las pocas aves que se veían se hallaban moribundas: temblaban violentamente y ni podían volar. Era una primavera sin voces. En las madrugadas que antaño fueron perturbadas por el coro de los gorriones, golondrinas, palomos, arrendajos y petirrojos y otra multitud de gorjeos, no se percibía un solo rumor; sólo el silencio se extendía sobre los campos, los bosques y las marismas.(…)
Un ceñudo espectro se ha deslizado entre nosotros casi sin notarse, y esta imaginaria tragedia podría fácilmente convertirse en completa realidad que todos nosotros conoceríamos.¿Qué es lo que ha silenciado las voces de la primavera en incontables ciudades de Norteamérica? Este libro trata de explicarlo.”

sábado, 3 de diciembre de 2011

Mi familia y otros animales - Gerald Durrell


Hace ya más de diez años que este libro cayó en mis manos. Un libro en el que se narran las hazañas del pequeño Durrell en Corfú. Pero yo ni siquiera conocía a ese pequeño biólogo que incomprendía ampliamente a sus padres. Tampoco a su depresivo hermano "siempre-vestido-de-negro" que años más tarde, dos precisamente, se convertiría en uno de mis autores favoritos. Ese libro, definitivamente, no tenía nada que ver conmigo. Bueno, quizás sí. Puede que hubiera una razón que explique por qué ese libro cayó en mis manos: María José.

Por aquellos tiempo, ahora casi desparecidos en la memoria, tanto en la del móvil como en la mía propia, yo frecuentaba la devoción por una chica de la facultad de industriales. Realmente quería a esa chica, y aunque no éramos muy afines en gustos literarios su ofrecimiento bíblico (en el sentido literal, quiero decir etimológico de la palabra) llegó a mí como un imperativo categórico: sí o sí.

Me gustó. Debo reconocer que me gustó y mucho. Divertido, irónico, amable, y a la par sencillo. Un libro que todo pretendiente a Cela debería reverenciar por aquello de huir de la pretensión y alcanzar algo de originalidad. Ya sólo el título me parece maravilloso: "Mi familia y otros animales". Por no hablar, claro, del de su secuela "Bichos y demás parientes". Sencillamente geniales. Pero además creo que reflejan muy bien lo que muchas veces sentimos por nuestras familias. Amor incuestionable, en todos sus sentidos: buenos, malos, regulares, rojos, amarillos y cuadrados. Aunque por otra parte, bastante difíciles de entender en muchos momentos. ¡Ay! ¡La familia! Imposible estar más familiarizado con nadie que con ellos. Lo has pasado, por así decirlo, todo. Y aún así, hay veces que te sientes en una mesa y les observas estupefacto como sí de inclasificables insectos gigantes se tratara.

Entonces ya no ves a tu hermano, con el que tanto has compartido, sino una enorme mandíbula articulada sobre la que se sitúan unas opacas esferas esmeraldinas y dos tentadoras antenas. Te sonríe estupefacto sobre su plato de lentejas. No sabes muy bien si con cariño o como eligiendo el menú. Un poco más allá, también sentados sobre el mantel a rayas, una especie de mariquita gesticulante y un coleóptero luminiscente. ¿Papá? ¿Mamá? ¡Ay, madre mía!

Es en estos momentos en los que empiezas seriamente a preocuparte. Asustado te miras las manos esperando ver unas regordetas y blanquecinas larvas arrastrándose por la mesa. Pero no, ahí están, con sus cinco deditos aferrando fuertemente el tenedor y el cuchillo. Levantas la cabeza y Javi-Mantis, Mamá.Mariquita y Manolo-Coleóptero han desaparecido. 

Me quedo allí, como embobado, mirando como los tradicionales Javi, Mamá y Manolo comentan la terrible coincidencia del clásico Madrid-Barça con la boda de Sofía.

Tras tan biológica experiencia creo que estas navidades ayunaré, a ver si así consigo saltarme a los terribles "Bichos y demás parientes".