domingo, 11 de marzo de 2012

El hombre que pudo reinar: Rudyard Kipling


Hermano de un príncipe y compañero de un mendigo ha de ser para ser digno
 Esta es una de esas aventuras que te transportan más allá de tus mundanas fronteras del día a día, una de las que te hacen ponerte un turbante en la cabeza y creerte el Gran Alejandro en mitad de un reino enterrado en el olvido. Peachey Taliaferro Carnehan y Daniel Dravot, ex-oficiales del real ejercito de su majestad, olvidados en las lejanas tierras en busca de cualquier aventura y beneficio. Dos hombres y varias mulas cargadas de rifles que se disponen a cruzar en el peor de los momentos una montaña imposible, el imposible que les separa de los sueños. Aquello que sería ya de por sí una aventura increíble es no más que el inicio de lo que más adelante será la verdadera historia de “El hombre que pudo reinar”. Y es interesante que la traducción haya sido realizada con la estructura de “el que pudo”, es interesante porque deja en claroscuro sobre si tuvo el poder de reinar o fue sólo una tentativa nula. En realidad lo que sí que hizo Daniel Dravot fue reinar sobre su propia vida y su decisión.


Decisión es lo que te lleva a avanzar, pero no lo que define el camino. El camino está muchas veces definido por otras cosas: cómo un puñado de supersticiones que pueden hacerte caer hasta lo más bajo o encumbrarte en el trono de un imperio. En este caso, algo tan sencillo como un amuleto de los masones: la escuadra y el compás, herramientas básicas para el diseño de las catedrales, y en el centro una “g” perteneciente a la palabra “gnosis”. Ese símbolo unido a la leyenda de Alejandro el Magno es la que hace que un hombre de carne y hueso como Daniel Dravot se transforme en un dios. ¿Y qué es lo único que puede derrotar a un dios? El amor ciego, al que no obedece ni el algebra, ni la gnosis, ni la razón. Ese es el otro gran elemento que conforma el camino por el que transcurre la voluntad de Daniel, y del resto de los hombres.

Siempre se dice que detrás de una gran guerra hay una pérfida mujer o una ignota doncella que desencadena el conflicto, como si ella fuese la causante, la mala. Supongo que es una explicación creada por los hombres que tenían el poder con el fin de justificar sus bárbaros actos y quedar exculpados de toda responsabilidad. Pero la verdad es que lo que hay detrás de toda gran guerra es una obsesión: por un hombre, por una mujer, por un cacho de tierra o por la gloria. En este caso, Kipling hace pendular la historia en perfecta armonía entre las tres fuerzas: la voluntad, el misticismo y la pulsión obsesiva del amor.
Pero si esos tres elementos son el esqueleto de la historia, la sangre que borbotea, el corazón que palpita es la amistad, la amistad indestructible entre Daniel Dravot y Peachy Carnehan. Amistad que dura más que la propia muerte.

Esta es una historia que me ha fascinado siempre, primero a través del a fantástica película interpretada por Sean Connery y Michael Kein y después a través del relato escrito. Es una historia que me ha emocionado, que me ha transportado, que me ha hecho vivir otras vidas e interesarme por un momento histórico muy alejado del mío. Es una historia que, sobre todo, me ha hecho prestar más atención a la voluntad con la que debemos afrontar la vida, a la cultura y lo desconocido que nos rodea siempre, al amor por el que debemos luchar cada segundo de nuestras vidas, aunque sobre todo… a la amistad. Me ha hecho prestar atención a todas estas cosas porque bajo ningún concepto quiero yo perderme una aventura como esta.





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