Voy el otro día, salgo del
ascensor, y al torcer a la derecha me doy cuenta de que otro yo está torciendo
a la izquierda. Me paro, le miro. Es igual. ¿Soy yo o es acaso ese de ahí el
verdadero yo? ¿Habré confundido mis cereales con las pastillitas de colores que
guardaba para la senectud? Completamente extrañado decido seguirme y espiarme.
El otro yo va vestido exactamente igual que yo: mismos pantalones, misma
camisa, misma corbata, hasta la misma mancha en el pantalón. Él parece totalmente indiferente a mí, no se percata de mi
presencia. No sé, creo que debe de tratarse de algún programa de cámara oculta
o algo así, al fin y al cabo no he conseguido verme bien la cara en el otro yo.
Continúo con mi espionaje y decido comprobar a dónde va a esta hora de la
mañana. Mi otro yo va bajando Santa Engracia hacia el metro, pica el billete y
se va a la línea 4. Una vez en el vagón saca el mismo libro de Drácula que
estoy leyéndome yo. Para no despertar sospechas me monto un par de vagones
atrás y le miro de soslayo. Se baja en la última parada, Argüelles. De ahí toma
el 133 y se apea en la parada de la UNED. No puede ser que vaya a mi mismo
sitio. ¿Y si cada vez que me quedo escribiendo en casa este tipo se disfraza de
mí y se va a trabajar a mi trabajo? ¿Y si no es un programa de cámara oculta
sino un complot para quitarme del medio y suplantarme? Un sudor frío, e inodoro, comienza a recorrer los diferentes pliegues de mi rostro asustado. El mundo
empieza a tambalearse a mi alrededor y me da vueltas. Mi seguridad se evapora
en un simple Pluff! En el estupor, mi otro yo me ha ganado unas decenas de
metros de distancia, así que decido correr para alcanzarle y acabar con esta
farsa. Pero justo cuando salgo de la cuesta le veo hablando con Pastora, mi
compañera de trabajo. Habla con ella como si nada, como si fuera yo. Es en ese
momento cuando siento un peso terrible en las piernas, que supongo proviene de
la densidad que está adquiriendo mi alma. Me acobardo y pensando que mejor será
volver a casa y quedarme allí escondido hasta mañana, me doy la vuelta y me dirijo,
de nuevo, hacia el autobús. Cuando voy llegando a casa, cabizbajo y atemorizado, me topo en la puerta con mi doble, vestido exactamente igual que yo. Ahora, de
cerca, puedo verle claramente la cara, mi rostro. Ante mi expresión de estupefacción
él me dedica un cordial saludo con una sonrisa maliciosa. Avanzamos
conjuntamente hasta el ascensor, el uno con seguridad y el otro como arrastrado por una inercia
incomprensible. Abre el ascensor y me cede el sitio para que pase primero.
Entro y con las lágrimas contenidas me miro la punta de mis zapatos. El ascensor
comienza su ascenso. Pero no noto su presencia. Levanto la vista y no hay nadie
detrás de mí. Entonces se me ocurre que…, giro lentamente la vista hacia el espejo
y allí le veo, sonriente, seguro, casi divertido, con la mancha de café en la
pernera contraria de mi pantalón.
Si os ha gustado no dejéis de leer El Doble