domingo, 15 de abril de 2012

El Doble: Dostoievski


Voy el otro día, salgo del ascensor, y al torcer a la derecha me doy cuenta de que otro yo está torciendo a la izquierda. Me paro, le miro. Es igual. ¿Soy yo o es acaso ese de ahí el verdadero yo? ¿Habré confundido mis cereales con las pastillitas de colores que guardaba para la senectud? Completamente extrañado decido seguirme y espiarme. El otro yo va vestido exactamente igual que yo: mismos pantalones, misma camisa, misma corbata, hasta la misma mancha en el pantalón. Él parece totalmente indiferente a mí, no se percata de mi presencia. No sé, creo que debe de tratarse de algún programa de cámara oculta o algo así, al fin y al cabo no he conseguido verme bien la cara en el otro yo. Continúo con mi espionaje y decido comprobar a dónde va a esta hora de la mañana. Mi otro yo va bajando Santa Engracia hacia el metro, pica el billete y se va a la línea 4. Una vez en el vagón saca el mismo libro de Drácula que estoy leyéndome yo. Para no despertar sospechas me monto un par de vagones atrás y le miro de soslayo. Se baja en la última parada, Argüelles. De ahí toma el 133 y se apea en la parada de la UNED. No puede ser que vaya a mi mismo sitio. ¿Y si cada vez que me quedo escribiendo en casa este tipo se disfraza de mí y se va a trabajar a mi trabajo? ¿Y si no es un programa de cámara oculta sino un complot para quitarme del medio y suplantarme? Un sudor frío, e inodoro, comienza a recorrer los diferentes pliegues de mi rostro asustado. El mundo empieza a tambalearse a mi alrededor y me da vueltas. Mi seguridad se evapora en un simple Pluff! En el estupor, mi otro yo me ha ganado unas decenas de metros de distancia, así que decido correr para alcanzarle y acabar con esta farsa. Pero justo cuando salgo de la cuesta le veo hablando con Pastora, mi compañera de trabajo. Habla con ella como si nada, como si fuera yo. Es en ese momento cuando siento un peso terrible en las piernas, que supongo proviene de la densidad que está adquiriendo mi alma. Me acobardo y pensando que mejor será volver a casa y quedarme allí escondido hasta mañana, me doy la vuelta y me dirijo, de nuevo, hacia el autobús. Cuando voy llegando a casa, cabizbajo y atemorizado, me topo en la puerta con mi doble, vestido exactamente igual que yo. Ahora, de cerca, puedo verle claramente la cara, mi rostro. Ante mi expresión de estupefacción él me dedica un cordial saludo con una sonrisa maliciosa. Avanzamos conjuntamente hasta el ascensor, el uno con seguridad  y el otro como arrastrado por una inercia incomprensible. Abre el ascensor y me cede el sitio para que pase primero. Entro y con las lágrimas contenidas me miro la punta de mis zapatos. El ascensor comienza su ascenso. Pero no noto su presencia. Levanto la vista y no hay nadie detrás de mí. Entonces se me ocurre que…, giro lentamente la vista hacia el espejo y allí le veo, sonriente, seguro, casi divertido, con la mancha de café en la pernera contraria de mi pantalón.

Si os ha gustado no dejéis de leer El Doble


domingo, 8 de abril de 2012

Trópico de Cáncer: Henry Miller

Hace años, un idiota, que hacíase pasar por amigo de mi amable Sofía, le dijo que no se extrañaba de que estuviese deprimida, que lo que tenía que hacer era dejar de leer “esos” libros. Ese chaval nunca entendió dos cosas. La primera es que Sofía no estaba deprimida, vivía la tristeza. La segunda es que ningún amigo te dirá que dejes de leer buenos libros.


Ese París bohemio, esa América perdida llenaron muchas horas de mis lecturas en aquella época. Es extraño como uno cuanto más joven y enérgico más necesitado está de sentir la “nausea”. De aquellas lecturas oscuras y conversaciones insaciables, aunque muchas veces silenciosas, con Sofía pasé a otro tipo de contacto existencial. Me encontré con otro personaje vinculado a los Miller, Durrell, Nin y demás de este mundo.

Si Sofía fue mi Trópico de Cáncer, el de Capricornio fue sin duda Giusseppe (y quizás, posteriormente, Toni). Como recuerdo aquellas largas tardes en la Cava del Humulladero, y las más que incansables noches en las que ya no sabías donde meter tanto vino. Eso fue probar un poco del dulce néctar de la vida cancerígena. Dulce y caótica. Caótica de necesidad pues te lleva a romper con los canales convencionales del desarrollo personal. Te lleva a buscar otras cosas  y a poner en duda los valores preestablecidos. Aunque, al tiempo, te lleva a buscarte a ti mismo, a aprender a apreciar los defectos que te hacen único, a entender que no hay razón para que estés aquí, que no hay guía más allá de la que tú mismo te puedas construir: la segunda fase del existencialismo, la superación de la Nausea. Y a eso me ayudó mucho Toni, aunque él no lo sepa; pero fue Giusseppe el que, como Miller en su correspondencia con Durrell, me mostró lo que él ya había vivido. Toni y yo éramos no más que aprendices de otro aprendiz más viejo.


Antes, hablando de la segunda fase del existencialismo, dijo que no hay razón para estar aquí. Y eso es algo que bien comprendió Sísifo. Por eso, para sentirnos vivos, para sentirnos humanos, somos nosotros mismos los que debemos buscar y dar sentido a nuestra existencia. Como explicaba Sartre a todos los criticones de sofá en el París de la Postguerra, ese es el camino para alcanzar la tercera fase del existencialismo, en la que uno se da cuenta de que, lejos del Nihilismo, el existencialismo es un humanismo.

Llegar a ese humanismo es complicado. ¿Lo he alcanzado? No lo sé, supongo que en parte sí y en parte no. La nausea la sentí y la tristeza, aunque la tema, sé cómo vivirla. Cuestionar el camino y buscarme a mí mismo es algo que hago a cada paso. Haberle dado un sentido a mi vida…, creo que no, que aún no he encontrado ese sentido. Pero al menos, por el camino, me he encontrado con María.

Como escribía una olvidada amiga hace poco en facebook. Nota mental: recuperar a Sofía, Giusseppe y Toni.

jueves, 5 de abril de 2012

The rime of the Ancient Marinere: Coleridge


La vanidad humana lo domina todo. Pero el ser humano es pequeño, minúsculo. Aunque sólo nos damos cuenta de ello cuando nos perdemos en mitad del océano, nos aislamos en la cima de una montaña o nos quedamos absortos en la inmensidad de las estrellas.  Ese es el motivo por el que siempre la mar ha tenido un magnetismo especial con nosotros, los humanos. Es por ello que le damos ese significado de profundidad y plenitud. Por ello que hemos conseguido crear obras como “La mar” de Debussy o “El naufragio” de Turner. El hombre-Dios necesita entender su miseria para comprender que no es más que uno entre el resto de los animales. Necesita sufrir.

Hace años, caminaba, como todos los días, por el campus de la Universidad Autónoma. Iba de camino entre el tren y la facultad, sumido en mis pensamientos, como todas las mañanas. Pensando en mí miraba al suelo, a veces a la gente que pasaba a mi lado, sobre todo si era alguna chica adecentada. Pero sin más, miré hacia arriba, no hacia el cielo y dios, sino hacía la copa de los árboles y la luz que por ellos se filtraba. Y me sentí alegre, sin pensamiento, pero alegre. Sencillamente me sentí vivo, y que mis temas eran sólo eso, mis asuntos. Me quedé un rato mirando a las copas de los árboles y seguí caminando, pero andaba mientras miraba hacia arriba, no hacia abajo. Ese pequeño detalle cambió bastante mi vida. Entre otras cosas, cuando ando triste y melancólico, trato de mirar hacia arriba y disfrutar de lo que hay más grande que nosotros: las copas de los árboles, el aire frío, la lluvia, las estrellas, aquella luna enorme y anaranjada que aparece en Otoño… Supongo que la felicidad que se te transmite viene de sentirte un poco más natural, un poco más parte de todo esto; tan difícil de sentirlo cuando vivimos encerrados entre titánicos bloques de cemento y metal.

Así, que cuando esta mañana me he leído The Rime of the Ancient Marinere me he sentido identificado. No, no es identificado con el anciano marinero, no, me he sentido vinculado. He sufrido cuando ha matado al albatros con su ballesta, cuando ha muerto su tripulación porque la muerte les ha ganado una partida de dados, cuando el albatros muerto se ha liberado de su cuello para volver junto a las esmeraldinas serpientes marinas, cuando ha surcado los mares con vientos amigos y enemigos, cuando la tripulación ha vuelto de la muerte para guiar el velero y cuando ha naufragado. Pero sobre todo me he sentido vinculado cuando ha entendido lo minúsculos que somos, lo humildes que debemos ser. Para él la causa, el origen y el fin de todo era Dios. Yo no sé si Dios existe o no, tampoco me importa mucho, la verdad; lo que sí sé es que soy endeble, que soy insignificante, que sólo soy uno más de los animales que pueblan este mundo. Sé que debo ser humilde, porque sólo a través de la humildad alcanzo la grandeza. No, no la grandeza ante dios, sino ante mí mismo, sólo el que es humilde en su ser disfruta de la vida. ¿Por qué? Porque quedarte boquiabierto observando cómo crece una brizna de hierba, como se mueve el agua del mar que se acumula en una ola o como juega tu perro te da vida. Y porque si uno no es humilde no se sorprende y deja de apreciar todas esas pequeñas cosas que tanto valen. Porque si uno se descuida acaba disparándole un virote al dulce albatros que vuela siguiendo la corriente y eso es algo imperdonable.

Por fortuna tengo ahora algo tan fascinante a mi alrededor que no puedo para de sorprenderme. Algo que la sabia naturaleza hace, sin que nosotros nos podamos dar importancia. Eso, gracias a lo cual crece y se forma el bebé en el interior de María, es algo que no me permite dejar de sorprenderme, que me hace sentirme feliz y vivo, que me hace mirar a la copa de los árboles en lugar de al suelo, que me hace navegar por las estrellas infinitas y sumergirme en los fascinantes océanos.