jueves, 5 de abril de 2012

The rime of the Ancient Marinere: Coleridge


La vanidad humana lo domina todo. Pero el ser humano es pequeño, minúsculo. Aunque sólo nos damos cuenta de ello cuando nos perdemos en mitad del océano, nos aislamos en la cima de una montaña o nos quedamos absortos en la inmensidad de las estrellas.  Ese es el motivo por el que siempre la mar ha tenido un magnetismo especial con nosotros, los humanos. Es por ello que le damos ese significado de profundidad y plenitud. Por ello que hemos conseguido crear obras como “La mar” de Debussy o “El naufragio” de Turner. El hombre-Dios necesita entender su miseria para comprender que no es más que uno entre el resto de los animales. Necesita sufrir.

Hace años, caminaba, como todos los días, por el campus de la Universidad Autónoma. Iba de camino entre el tren y la facultad, sumido en mis pensamientos, como todas las mañanas. Pensando en mí miraba al suelo, a veces a la gente que pasaba a mi lado, sobre todo si era alguna chica adecentada. Pero sin más, miré hacia arriba, no hacia el cielo y dios, sino hacía la copa de los árboles y la luz que por ellos se filtraba. Y me sentí alegre, sin pensamiento, pero alegre. Sencillamente me sentí vivo, y que mis temas eran sólo eso, mis asuntos. Me quedé un rato mirando a las copas de los árboles y seguí caminando, pero andaba mientras miraba hacia arriba, no hacia abajo. Ese pequeño detalle cambió bastante mi vida. Entre otras cosas, cuando ando triste y melancólico, trato de mirar hacia arriba y disfrutar de lo que hay más grande que nosotros: las copas de los árboles, el aire frío, la lluvia, las estrellas, aquella luna enorme y anaranjada que aparece en Otoño… Supongo que la felicidad que se te transmite viene de sentirte un poco más natural, un poco más parte de todo esto; tan difícil de sentirlo cuando vivimos encerrados entre titánicos bloques de cemento y metal.

Así, que cuando esta mañana me he leído The Rime of the Ancient Marinere me he sentido identificado. No, no es identificado con el anciano marinero, no, me he sentido vinculado. He sufrido cuando ha matado al albatros con su ballesta, cuando ha muerto su tripulación porque la muerte les ha ganado una partida de dados, cuando el albatros muerto se ha liberado de su cuello para volver junto a las esmeraldinas serpientes marinas, cuando ha surcado los mares con vientos amigos y enemigos, cuando la tripulación ha vuelto de la muerte para guiar el velero y cuando ha naufragado. Pero sobre todo me he sentido vinculado cuando ha entendido lo minúsculos que somos, lo humildes que debemos ser. Para él la causa, el origen y el fin de todo era Dios. Yo no sé si Dios existe o no, tampoco me importa mucho, la verdad; lo que sí sé es que soy endeble, que soy insignificante, que sólo soy uno más de los animales que pueblan este mundo. Sé que debo ser humilde, porque sólo a través de la humildad alcanzo la grandeza. No, no la grandeza ante dios, sino ante mí mismo, sólo el que es humilde en su ser disfruta de la vida. ¿Por qué? Porque quedarte boquiabierto observando cómo crece una brizna de hierba, como se mueve el agua del mar que se acumula en una ola o como juega tu perro te da vida. Y porque si uno no es humilde no se sorprende y deja de apreciar todas esas pequeñas cosas que tanto valen. Porque si uno se descuida acaba disparándole un virote al dulce albatros que vuela siguiendo la corriente y eso es algo imperdonable.

Por fortuna tengo ahora algo tan fascinante a mi alrededor que no puedo para de sorprenderme. Algo que la sabia naturaleza hace, sin que nosotros nos podamos dar importancia. Eso, gracias a lo cual crece y se forma el bebé en el interior de María, es algo que no me permite dejar de sorprenderme, que me hace sentirme feliz y vivo, que me hace mirar a la copa de los árboles en lugar de al suelo, que me hace navegar por las estrellas infinitas y sumergirme en los fascinantes océanos.  



No hay comentarios: