domingo, 13 de noviembre de 2011

La Saga de Eirík el Rojo


De siempre nos han acompañado los cuentos y las historias. Desde que el humano habla ha contado cuentos. Leyendas con los que nos enseñaban aquello que era temible o peligroso, aquello a lo que debíamos aspirar y perseguir para ser dignos, relatos para recordar a los antepasados caídos, cuentos para construir nuestra historia y darnos ansias de quedar nosotros mismos inmortalizados en los cánticos, poemas y romances que recitaban los bardos.

Skalds era el nombre que tenían un grupo de estos bardos, poetas vikingos que contaban las mayores hazañas de conquista por tierra y mar que ha habido nunca. Los bardos siempre transmitieron su saber de forma oral, de pueblo en pueblo, usando rimas fáciles o ritmos pegadizos para que la gente de los diferentes sitios pudiera, fácilmente, recordar sus versos. Quizás el poema más famoso de la literatura medieval escandinava sea el cantar de Beowulf. Poema épico del intrépido héroe que fue a ayudar al maldito rey de las tierras gaudas. Poema transmitido de viva voz entre los diferentes conquistadores vikingos hasta que en el S XV un monje británico lo escribió en manuscrito. ¿Pero, y más allá de Beowulf el leído, el cinematografiado, el conocido, alguien ha oído hablar de otros héroes semejantes, de otros poemas inmortales? Pues si de ellos alguno ha de ser rescatado del olvido es sin duda el de Eirik el Rojo, fundador de Groenlandia y “alma pater” del verdadero descubrimiento del nuevo continente, allá por el S XI.

Eirik el Rojo, Thorvald, Karlsefni, Bjarni, Freydís… héroes todos ellos dignos de alabanza, ejemplo para los que quedamos, aura de protección frente al olvido de la cultura antigua y su sabiduría. Ellos, montados en sus Drakar, surcando mares helados, con 40 hombres a sus espaldas fundaron reinos y destruyeron otros, tomaron esclavos y generaron príncipes, se enfrentaron al Inuit y a los salvajes, para al fin volver para morir en su patria. Paganos unos, católicos los otros, conviviendo y luchando juntos durante aquella disputa religiosa que se libraba en aquellos tiempos. Tan difícil es decidir si queremos alcanzar la inmortalidad con la espada en la mano gritando junto a Thor en el fragor de la batalla o rezando recogidos en un monasterio lleno de sepulcros y cipreses.

Pero ya no hay elección posible, los vikingos ya no existen, tampoco los héroes, ni parece posible descubrir nuevos mundos. Los dioses se confunden unos con otros porque nos es imposible creer ya en ellos. No más Drakar, no más espadas en alto, no más banquetes en el salón de los héroes, no más bardos, no más skalds, casi podríamos decir que no más poesía. No, no más. Pero, aunque el mundo sea así, serio e inimaginativo, quizás, sí, por qué no, quizás si abrimos uno de esos libros, una de esas antiguas sagas que cuentan las hazañas de los héroes islandeses o gaudos... Sí, claro que sí. Abro el libro, leo las primeras líneas y puedo verme allí, claramente dando muestras de desprecio irónico a la muerte, bebiendo, riendo, cabalgando las aguas de lo desconocido hasta la inmortalidad.

Quizás algún día alguien cante al calor de una hoguera algo así:
“Óláf se llamaba un señor de la guerra que era apodado Óláf el blanco. Era hijo del rey Ingjald Helgason, y este hijo de Óláf, y este hijo de Gudröd, y este de Hálfdan hueso blanco, rey de Uppland…”
Y quizás esa noche, en lugar de hablar de Óláf pongan ahí todos nuestros nombres. Nombres inmortales por todo lo que ya habremos hecho, por todo lo que ya habremos vivido. Para el recuerdo de los caídos, porque seremos historia, porque seremos la luz de faro que guíe a los que nos siguen. Esa es nuestra responsabilidad, ese es nuestro legado. ¿A qué nos debemos? A cantar nuestra Saga. En mi caso, La Saga de Manuel Rodríguez, ¿y en el tuyo?

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