De siempre nos han acompañado los
cuentos y las historias. Desde que el humano habla ha contado cuentos. Leyendas
con los que nos enseñaban aquello que era temible o peligroso, aquello a lo que
debíamos aspirar y perseguir para ser dignos, relatos para recordar a los
antepasados caídos, cuentos para construir nuestra historia y darnos ansias de
quedar nosotros mismos inmortalizados en los cánticos, poemas y romances que recitaban
los bardos.
Skalds era el nombre que tenían un
grupo de estos bardos, poetas vikingos que contaban las mayores hazañas de
conquista por tierra y mar que ha habido nunca. Los bardos siempre transmitieron
su saber de forma oral, de pueblo en pueblo, usando rimas fáciles o ritmos
pegadizos para que la gente de los diferentes sitios pudiera, fácilmente,
recordar sus versos. Quizás el poema más famoso de la literatura medieval escandinava
sea el cantar de Beowulf. Poema épico del intrépido héroe que fue a ayudar al
maldito rey de las tierras gaudas. Poema transmitido de viva voz entre los
diferentes conquistadores vikingos hasta que en el S XV un monje británico lo
escribió en manuscrito. ¿Pero, y más allá de Beowulf el leído, el
cinematografiado, el conocido, alguien ha oído hablar de otros héroes semejantes,
de otros poemas inmortales? Pues si de ellos alguno ha de ser rescatado del
olvido es sin duda el de Eirik el Rojo, fundador de Groenlandia y “alma pater”
del verdadero descubrimiento del nuevo continente, allá por el S XI.
Eirik el Rojo, Thorvald, Karlsefni,
Bjarni, Freydís… héroes todos ellos dignos de alabanza, ejemplo para los que
quedamos, aura de protección frente al olvido de la cultura antigua y su
sabiduría. Ellos, montados en sus Drakar, surcando mares helados, con 40
hombres a sus espaldas fundaron reinos y destruyeron otros, tomaron esclavos y
generaron príncipes, se enfrentaron al Inuit y a los salvajes, para al fin
volver para morir en su patria. Paganos unos, católicos los otros, conviviendo
y luchando juntos durante aquella disputa religiosa que se libraba en aquellos
tiempos. Tan difícil es decidir si queremos alcanzar la inmortalidad con la
espada en la mano gritando junto a Thor en el fragor de la batalla o rezando
recogidos en un monasterio lleno de sepulcros y cipreses.
Pero ya no hay elección posible,
los vikingos ya no existen, tampoco los héroes, ni parece posible descubrir
nuevos mundos. Los dioses se confunden unos con otros porque nos es imposible
creer ya en ellos. No más Drakar, no más espadas en alto, no más banquetes en
el salón de los héroes, no más bardos, no más skalds, casi podríamos decir que
no más poesía. No, no más. Pero, aunque el mundo sea así, serio e
inimaginativo, quizás, sí, por qué no, quizás si abrimos uno de esos libros,
una de esas antiguas sagas que cuentan las hazañas de los héroes islandeses o
gaudos... Sí, claro que sí. Abro el libro, leo las primeras líneas y puedo
verme allí, claramente dando muestras de desprecio irónico a la muerte,
bebiendo, riendo, cabalgando las aguas de lo desconocido hasta la inmortalidad.
Quizás algún día alguien cante al
calor de una hoguera algo así:
“Óláf se llamaba un señor de la guerra que era apodado Óláf el blanco. Era hijo del rey Ingjald Helgason, y este hijo de Óláf, y este hijo de Gudröd, y este de Hálfdan hueso blanco, rey de Uppland…”
Y quizás esa noche, en lugar de
hablar de Óláf pongan ahí todos nuestros nombres. Nombres inmortales por todo
lo que ya habremos hecho, por todo lo que ya habremos vivido. Para el recuerdo
de los caídos, porque seremos historia, porque seremos la luz de faro que guíe
a los que nos siguen. Esa es nuestra responsabilidad, ese es nuestro legado. ¿A
qué nos debemos? A cantar nuestra Saga. En mi caso, La Saga de Manuel
Rodríguez, ¿y en el tuyo?
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