El día en el que todos los San Josés del mundo se pusieron
en huelga las cosas comenzaron a ponerse chungas. Se pusieron en huelga todos,
incluidos aquellos que no se llamaban José, pero que hacían de dicho beato en
los portales vivientes de los centros comerciales. Ya no podían más, ya no
podían soportar más vejaciones.
Primero la pija esa, mentirosa compulsiva, que decía que se
había quedado preñada por el espíritu santo; sí, de un santo varón, ni que fuéramos
idiotas, pensaban ellos. Pero eso, al fin y al cabo, les daba igual, pues no
había sido más que un rollete buscado por las posibilidades laborales que
ofrecía.
Luego, reflexionaban, el bebé nonato que, ya desde el
vientre materno, estaba condenado a soportar un San Benito tal que le
condenaría a convertirse en un perezoso niño mimado y engreído que jamás
encontraría trabajo. Y eso les jodía porque, si de verdad les hubiesen dejado
ser sus padres y ejercer como tales, consideraban que podían haber hecho un
buen trabajo ayudando a su hijo a ser un hombre humilde, justo y trabajador.
Pero es lo que hay, los guionistas son así, siempre quieren darle un par de
retorcidos giros al guión para que parezca que la birria que están haciendo es
algo novedoso. ¡Por favor, lo del hijo de dios está ya más visto que el diablo!
En fin, parece que eso también lo pudieron soportar.

Y así, dispuestos como estaban a derribar los muros de Jericó
o los del mismo infierno, se pusieron en huelga, se organizaron y, en una manifestación como Dios manda,
cargaron montaña arriba al grito de “¡A por San Pedro!”.