Recuerdo como hace muchos, muchos años, en la adolescencia, mis padres me compraron algunos libros de una maravillosa colección titulada “Tus libros”, de la editorial ANAYA. Eran libros clásicos, aunque muy accesibles, pues todos ellas eran de aventuras: Ivanhoe, Flecha Negra, Robín Hood… Y entre ellos estaba ese libro con unas fenomenales ilustraciones llamado Tarás Bulba.


“Conforme avanzaban, la estepa iba adquiriendo mayor belleza. Toda la
parte meridional que hoy constituye la Nueva Rusia hasta el mismo Mar Negro era
una inmensidad de vegetación virgen. El arado no había pasado nunca por el
inconmensurable oleaje de las plantas silvestres. Las habían hollado tan sólo
los caballos que se ocultaban en ellas como en un bosque. No podía haber nada
mejor en la naturaleza. Toda la superficie de la tierra era un océano
verdigualda salpicado de miles de flores distintas. Entre los altos y delgados
tallos de la hierba traslucían los
acianos de color celeste, azul o liliáceo; la ginesta amarilla lanzaba hacia
arriba su inflorescencia piramidal; el trébol blanco salpicaba la superficie
con sus umbelas, y una espiga de trigo, venida Dios sabe de dónde, maduraba en
medio de todos ellos. Pegadas a la tierra correteaban las perdices alargando el
cuello. En el aire vibraban miles de voces distintas de aves…”
Galopando libres en sus veloces
corceles en busca de la camaradería de la Zaporozhie, de ahí, junto al ejército
de Zaporogos a defender la dignidad de la verdadera religión frente a los
agravios judíos y polacos. Asaltos, asedios, crímenes, traiciones, heroicidades…
Además, otro de los grades atractivos de este relato es que su narración es la
que más se asemeja a la de la Ilíada. Batallas en las que aparecen héroes cuyas
hazañas son recontadas entre paréntesis antes del desenlace de su duelo con otro
campeón polaco. Pero ante todo es un libro de carácter, un libro de
personalidades, de lo que cada uno de nosotros prima en la definición de sí
mismo. Y, me pregunto, ¿quién no querría, al menos en parte, ser Tarás Bulba?
Ser alguien de quién al final de sus días, los jóvenes no dejen de hablar de ti,
de tenerte como guía, como alguien que, aún después de muerto, puede ayudar a
los que son de los tuyos.
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